Pablo Jair Ortega - pablojairortegadiaz@gmail.com.- Durante muchos años la agobiaron las deudas. Si no eran llamadas del banco, eran entonces de tiendas o agiotistas que exigían el pago de sus préstamos. Los más agresivos mandaban a alguien con cara de duro, comportamiento gorilesco, a hacer amenazas infantiles.
Durante mucho tiempo como jefa de familia soltera, tuvo el sacrificio de no ver a sus hijos por estar trabajando; rentó una casa, pero sus retoños tenían que quedarse con los abuelos y así fue hasta que le dieron una en PEMEX que todavía conserva.
Durante la mitad, supongo, de toda su vida, se dedicó en tiempo y alma a dar todo lo mejor de sí a los niños del hospital. Llegó a ser jefa de piso porque es muy perfeccionista y nada tolerante a la pereza, al descuido, a la indiferencia. Mucha gente la quiere por como hizo su trabajo antes de jubilarse. Se ganó un prestigio como pocas.
Llega una etapa de su vida donde lo difícil fue criar hijos que prácticamente eran desconocidos en sus rutinas: le pedían permiso para bañarse, porque no sabían si para su madre era normal bañarse a altas horas de la madrugada (por lo menos el mayor heredó las costumbres nocturnas y bohemias de los abuelos). Tuvo que enfrentar la edad de la punzada y se dice que así como fue rebelde con sus padres, pagó muy caro la rebeldía con su prole.
Hasta la fecha todavía los soporta, resignada, pero sabe que no fueron malos muchachos, ni lo son todavía.
Llega una etapa donde pese a que las preocupaciones amainan con una vida plena, sigue preocupándose por llevar brigadas médicas a la zona rural con sus estudiantes; que se enfrenta, y nadie le puede platicar, lo que es la pobreza extrema, la ignorancia, la intolerancia de la sierra. Nadie, ni siquiera un miserable político como los que ha apoyado en campañas, ha sentido a flor de piel lo que es el gran contraste entre la mancha urbana petrolera de Minatitlán y sus zonas rurales empobrecidas.
Aunque su sueño siempre ha sido viajar al extranjero, a Europa especialmente, tiene ese don de seguir fletándose para demostrar ante sus alumnos, sus colegas, pero sobre todo ante sí misma, que hay mucho qué hacer. Nunca deja de estudiar, se desvela peor que narcotraficante perseguido por la Marina, y aunque su salud es mermada, tiene la fortaleza y constancia que ya quisieran los mediocres atletas mexicanos.
Llega a su vida una etapa donde puede decir que gana lo suficiente, así sin muchas mezquinas ambiciones. Debería ganar más, pienso yo, pero es honesta en lo que sabe y lo que hace; no pretende aparentar lo que no es y presumir lo que no tiene.
Su filosofía de vida ha sido religiosamente ayudar.
Hace poco llevó su viejo automóvil al cambio de placas y le dio mucha ternura ver a unos niños ofreciéndose a ponerles las placas nuevas a los usuarios. Ahí andaban con un desarmador ganándose unos pesos. Billete de 50 y los niños quedaron asombrados: “Ya tenemos para el desayuno”, pero le siguen dando duro al subempleo curiosamente generado por el Gobierno de Veracruz, porque nunca es suficiente y el dinero se esfuma en cosa de segundos.
Viene a Xalapa y ve que están los ancianos sirviendo de “cerillos”.
--Tenga.
--Es que no tengo cambio.
--No, es todo para usted.
--No, es mucho ¿cómo cree?
--Es Navidad, señor. Quédeselo.
Conozco que gente que al ver la acción diría “Ay, sí, mucha lana ¿no?”, “Ay sí, muy fufurufa”, pero a ella siempre le ha valido espárragos lo que la gente piensa. No es ambiciosa y es alérgica a la avaricia; el dinero sabe que no es para siempre y que no se lo va a llevar cuando (se me haga el Word chicharrón) fallezca.
Ella dice que tiene un ángel y debe ser así. Dudo mucho que ingiera alucinógenos para andar viendo seres celestiales, aunque sí se embarraba Vaporub cerca los ojos para aguantar la guardia en Pediatría y estudiar al mismo tiempo en la UV. Fuera de eso, dudo mucho que sea adicta a algo: bueno, sí, de ayudar al prójimo.
Eso se lo enseñó su gurú Doña Coki: una curandera bien chilanga que vivía por Rosario, luego por Azcapotzalco. Lejísimos como el ensayo de Octavio Paz. Fumaba como chacuaco y maldecía como istmeña, pero era una guía, consejera; de esa gente que por cómo piensa, no se le olvida a uno nunca.
--¿Y por qué les das tanta lana?
--Pobrecitos, están todo el día ahí. ¿Viste la cara que puso?
--Es que no están acostumbrados, ma.
Ese día compró unos muebles para lo que es el cuarto de un hijo irresponsable, medio loco y que escribe, que si por él fuera, dormiría ebrio de Jack Daniel’s y en su propio vómito. Ya habíamos hecho ganga con el mueblero, pero por subir los tiliches se llevó otro varo.
Más que verle la cara de sorprendido al vato originario de la sierra de Zongolica, vi la de mi madre diciéndole “Llévatelo por ayudarnos”.
Ahora sé que no tengo ni tantito con qué pagarle. Ni mucho para devolverle tanto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario