Entre ladridos de perros, ajenos y propios, la madrugada discierne entre seguir o despertarse de un letargo amargo.
Minatitlán. Domingo. 28. Noviembre.
Tendido en un sofá de tres (así nos acostumbramos de morritos decirle al amplio mueble donde cómodamente entran tres personas de complexión normal, acaso cuatro atléticos y cinco famélicos) veo mis uñas de los pies por encima de la panza, sobre la recargadera. Siento que se enfrían las patas porque la sangre viene por gravedad hacia donde reposa el resto del cuerpo.
¡Qué buena utilidad tiene una recargadera! Puede servir a los pies, como a la cabeza. Quizás nadie se halla dado cuenta, pero desde aquí rindo homenaje a todas las recargaderas del mundo.
Veo que la eterna luz naranja de la refinería no se apaga. Así entre nubarrones gigantescos, el gran monstruo de metal inerte se ve imponente, muerto con foquitos. Fierros podridos.
Los perros aúllan y no sé entonces si vale la pena creer en este momento en esa vieja leyenda de las lagañas caninas que los hacen ver fantasmas. O que tienen la capacidad, el don, la virtud (algo así como Mun-Ra) de ver a la muerte.
Tose el viejito. Todo está bien. Pinches perros paranoicos.
La familia duerme. El gallo canta a las 4 como si alguien quisiera despertarse urgentemente. Las viejas teles de tubos catódicos están queditas porque son el mejor somnífero.
Desde aquí la noche se entibiece. Ya se enfría.
Ya se enfría.
Ya se enfría.
Mientras escribo en medio de ronquidos que me hacen sentir en casa, tranquilo, con las patas en alto en el sofá de tres.
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