Pablo Jair Ortega - pablojairortegadiaz@gmail.com.- Me suben a una camioneta de esas que llaman “de rediles”. Es muy temprano por la madrugada, casi todavía noche, pero uno que otro gallo se escucha a lo lejos cantando “Kikirikiiiiii” y le responde otro “Cococorocooooooo”.
Vamos varios en la misma batea. Todos apretados. El camino es sinuoso, lleno de piedras, por lo que por momentos nuestras cabezas chocan unas contra otras por lo apretujados que estamos. Es frío todavía, de noche, pero ya es de día. Una madrugada en la cuenca, con mosquitos y bruma tropical.
Nos bajan de la camioneta a gritos. Si nos resistimos, nos tocan los golpes. Me quiero quedar pegado al grupo para avanzar, pero de todas maneras me fustigan. Llegamos al corral, nos amarran, y con una segueta nos cortan la cornamenta. Alguien pregunta “¿y nos les duele?”…
--No, para nada, porque es puro hueso.
Para ellos no es dolor que nos vean forcejear la cabeza. No podemos gritar como ellos cuando sufren, cuando un niño se cae al río, cuando se golpean, hasta cuando ríen al son de la jarana. Asentimos la cabeza, nos cortan con segueta la cornamenta. Duele. Mucho.
Luego entonces esperamos, desayunamos como una anunciada última cena antes del ruedo. Nos echamos mientras podemos en el lodo para mover la cola y espantar a los zancudos. El sol sale lento, como un desahucio envejecido. La mañana se torna clara, el agua se pinta de amarillo por millones de lucecitas que se iluminan del horizonte… “Imágenes de luz vacilante que bailan frente a mí como un millón de ojos me llaman y me llaman a través del universo”.
Del otro lado de la ribera, la gente ya está festejando desde temprano. Comen mariscos a las orillas del río; empanadas rellenas de jaiba, caldo de camarón, mojarra frita, chilpachole, huevos montados sobre arroz y plátanos fritos.
La gente llega y desde temprano toma cerveza o “toritos”, que no entiendo porqué les llaman así a la mezcla de aguardiente con leche y frutas. ¿Qué demonios tiene que ver?
La gente poco a poco a aloca con la “fiesta”. El calor aumenta, la temperatura ya se siente hervir en los poros, entre el pelaje y dentro del cuerpo ya se calienta la panza. Una mañana aburrida, previo a lo que vivieron mi padre y mi abuelo. A ellos también los despertaron muy temprano por la madrugada, todavía casi noche, y los llevaron en camioneta al lodazal para luego pasarlos al otro lado del río.
Veo a mi madre rumiando. La azota uno de esos hombres que se dice de campo o ganadero. Rumia porque me ve en el corral y presiente que me va a pasar algo, pero se la llevan entre azotes. Perdonen a mi madre, ya no le peguen.
Cuando el señor sol está en su cenit, ya cala duro en la gruesa piel. Veo a hombres y mujeres con latas de aluminio en la mano, algunos ya dicen incoherencias y otros andan desinhibidos quitándose la camisa para mostrar la panza como orgullo del consumo de cebada. A los güeros se les ve rojos, a los prietos se les ve negros, y a los negros, pues… pues… ya saben.
Música de jarana que se pierde entre rasgueos y zapateado lejano, se oyen más unas bocinas con reguetón: “Dame tu cola, mami” en lo que parece un claro intento de incesto. “Perrea, perrea, perrea” en un claro intento de zoofilia. Que el Dios de los mamíferos me libre de acercarme a esa gente. El estallido estrambótico de esas cajas negras gigantes hace nula la escucha. No se oye nada, ni se entiende que quieren decir, sólo coros desafinados: “Dame tu cola, mami… Perrea, perrea, perrea”.
Cuando ya el señor sol está ebrio también, desinhibido, desatado, entonces entra la locura a los hombres. Los que nos “cuidan” se alborotan como hormigas anunciando la lluvia que inundó estos lares sin piedad. Nos amarran, llevan al primero de nosotros seis a la orilla del río; lo amarran a una piragua, pero… ¡No sabe nadar! ¿Cómo se les ocurre?... Espérate, no lo amarres así…
Lo llevan amarrado y me supongo que los hombres tienen algún extraño efecto que les causa el aguardiente, que nos lo dan para hacer el esfuerzo de mantener la cabeza afuera sin ahogarnos en el Papaloapan. Supongo que creen que nos da un esfuerzo sobrenatural para no hundirnos; cruzamos el caudal como si fuésemos culebras.
Al buey este se lo llevan con todo y la fuerte corriente. Ahí va. Pobrecito con su cuerpo todo cansado, el sabor del aguardiente en la trompa. Su orgullo cebú destrozado, mojado y echado a la suerte de una bola de ígnaros que saltan alebrestados sobre él. No lo vemos regresar.
Se llevan a todos y a mi me dejan a lo último. Hago como que pastoreo para ver si me escabullo del bullicio tan aterrador, pero me lazan y me regresan al mediocre muelle.
Alguien me mete en el hocico una botella completa de caña como si yo fuera alcohólico o como esos borrachos que ahorita ya están vomitando en las calles de Tlacotalpan. Me sumergen al agua, me jalan de la piragua y… ¿alguna vez han estado a punto de ahogarse? Así se siente. Tragas agua y en lo que quieres respirar, vuelves a tragar agua, luego poquito aire, luego nada, pero te mueves casi desmayado en busca de donde sentir tierra firme y bajo las rodillas.
Llego a la orilla, pero el suplicio apenas comienza. Veo una tribu salvaje desequilibrada, imprudente, brincan por todos lados y azotan sus sombreros contra mi gordura. Trato de moverme, pero ¿a dónde? Esto está repleto de gente que me rodea. No me peguen, por favor, no me pateen, ¿yo qué les hice? ¿Por qué me agreden?
Entonces siento una mordida en el rabo y me volteo. La gente grita jubilosa porque al parecer alguien hizo un gran logro mordiéndome. O porque entonces me moví y pensaron que iba a atacarlos de la manera en que me atacan. Pero no, yo sólo me quiero ir. Tengo miedo, estoy aterrado viendo como cientos de demonios alcoholizados se apostan frente a mi con cinturones y pitas. Me arrojan cerveza, latas, vasos… ¿Esto se supone que es una fiesta?
Logro ver un pequeño espacio en el cual quiero escabullirme y corro porque soy preso de este aposento. Alguien me laza el cuello y me frena… “Está bien, me detengo, si lo que quieren es que me detenga, me detengo. Es más, me acuesto en el suelo para que vean que no tengo ganas de jugar a lo que ustedes juegan”.
Patadas en el cuerpo, piedras, más cerveza volando como pequeña lluvia ámbar. Llega el chingadazo de la hebilla. Duele, en verdad duele, pero no quiero pararme porque no quiero que me peguen más. Me toman del rabo y me enoja, pero me asusto y corro más pegado al río para tratar de escapar, pero la gente me persigue como si fuera de oro. Logro ver la orilla y veo una lancha desde la que me gritan. Quiero abordar, pero --se los juro-- por accidente la golpeo y ésta se voltea. Los de arriba salen volando al río, pero les juro que fue por accidente, que en ningún momento fue intencional hacerles la maldad.
La gente es extraña, porque se alegra de lo que pasó. Hay carcajadas por lo que hice, pero en verdad que sólo quiero escapar de aquí, de toda la gente. No quiero golpes, ni cinturonazos, ni hebillazos, ni latas, ni vasos llenos de cerveza. “Ya estuvo, ya estuvo… Ahí muere, ahí muere”…
La gente en Tlacotalpan se ríe a causa de nuestra desgracia. Hoy unos primos en Teocelo acaban de ser protegidos prohibiendo las “maquilladas”. Bien por ellos, porque les puedo asegurar que los muertos que tenemos en el cielo de los toros, nos dicen que no tiene nada de religioso ni espiritual andan golpeando animales.
Para eso está el box. Ahí sí, rómpanse la madre
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