3 de noviembre de 2008

Noche alucinada entre panteones sureños

PABLO JAIR ORTEGA.- La verdad que los hechos de esta crónica fueron meramente fortuitos. Desde el viernes habíamos acordado ir a una palapa en Jáltipan a consumir las cervezas sabatinas, allá por el rumbo de la isla de Tacamichapan. El sábado se concretizó, a fin de cuentas que es el día de descanso.
Ahí, escuchando “Juan, El Pescador”, en la voz de Emilio Domínguez; el poema urbano y cabaretero dedicado a la Venus de Citeres (entiéndase “Perfume de Gardenias”) y Los Ángeles Negros, nos estuvimos buena parte de la tarde, hasta que el sol finalmente no pudo más y se largó antes que nosotros.
El problema era que la mayoría de los presentes, proporcionalmente el 50 por ciento (2 de 4) eran de Acayucan y tenían que manejar hasta dicha ciudad; y el peor estado para hacerlo, es estando bajo los influjos del alcohol, como el secretario de Agricultura, Juan Humberto García Sánchez, quien en Coatzacoalcos entregó plantas de bambú y dicen que su tufo a licor se percibía desde las primeras filas frente al presidium.
Total que la bohemia siguió en Acayucan, donde el Barrio Verde tiene una explanada celebrando a la Santa Muerte con música a todo volumen y antojitos; una señora, que dicen desconocida –pero que en sus camionetas manejadas por sus hijos tiene la figura de este reciente ícono del paganismo– patrocina este festejo los días 1 y 2 de noviembre, como culto a la dichosa Santa Calaca. Dicen los vecinos que ya lleva tres años celebrándola.
Pero como no somos devotos de la huesuda, más que en calaveras, décimas, pan de muerto o los grabados del maestro Posadas, la idea era continuar con nuestra propia peregrinación de la cebada, aunque ocurrió una idea mejor: visitar el panteón de Acayucan, que está de fiesta.
-¿De fiesta?- Sí, vas a ver como se pone hasta la madre de gente. Hay juegos mecánicos, bailes, de todo- explica José Luis.
Y efectivamente, con latitas en mano, nos dirigimos al panteón acayuqueño, pero antes de llegar a la entrada principal, José Luis nos desvió a una entrada alterna donde ya se puede observar a la gente caminando entre las criptas. La intención: primero quiso hacerla de sorpresa, pero era muy obvio que trataba de mostrarnos la tumba del general revolucionario Miguel Alemán González.
Entrada al panteón de Acayucan
Oculta entre la oscuridad de la noche, con una pésima iluminación general en el panteón, estaba el mausoleo pintado de negro, como si fuese una gigantesca obsidiana en medio de todo, pero imperceptible para la mayoría. No tiene flores, ni una vela, ni siquiera una corona o señas de haber estado gente presente para la limpieza. Eso sí, parece una mini fortaleza, cerrada con llave con portones de fierro.
- Ora sí que el general no tiene quien le traiga flores.
Tiene que haber testimonio gráfico de esta noche… ¡Chin! ¡Ah, el celular! ¡’Tá muy fea la resolución, pero servirá de algo! (Aquí no hay onomatopeya “clic”, porque enmudecí al teléfono)
Llegan dos individuos, uno nativo y un guanajuatense para asomarse a la tumba del general. Nos comenta el nativo que el guanajuatense es conocido de Miguel Alemán Velasco y quería conocer la tumba. Va, se asoma, echa un ojo y se despide.
José Luis tiene curiosidad por la tumba de Hilario C. Salas. Nos dice el nativo que va a preguntar en dónde se encuentra y que nos pasaría la información. Se va con el guanajuatense.
Posteriormente nos llevaríamos un chasco. Está como a cinco párrafos de aquí.
Caminamos fuera del panteón y la fiesta está en alta: decenas de carpas con comida, popo, cerveza, tamales, licor, música de todos géneros, ancianos, niños; teníamos que detenernos a comer un tamalito, tomar popo, y seguir con las latitas de cerveza.
Chelitas, salecita y limón
Fueron cuatro latas, cuatro tamales, dos cocas, dos popos, y una sal rojiza con chilito molido en molcajete. La plática: esto no se ve en otras partes de la zona sur… Esto va hasta el amanecer.
VAMOS ON’TA LA MALINCHE
Antes de seguir con la idea de una guarapeta en algún lugar de Acayucan, pasamos a saludar a un grupo al hotel Los Arcos, allí frente al Palacio Municipal. Nos encontramos con el profesor Enrique, quien nos dice que en Oluta y Soconusco los festejos son similares. Luego entonces, aquí la parranda de fin de semana se transformaría en una especie de expedición antropológica, periodística, mágica y misteriosa casi alucinógena.
Entrada al panteón de Oluta
Ahí nos cayó el chasco: Hilario C. Salas está enterrado en la cima del cerro del Macuitepetl, en Xalapa, junto a los demás líderes agrarios… Y que no está comprobado que los restos de Miguel Alemán González son los que están reposando en el panteón de Acayucan… Al menos así fue la anotación de los intelectuales acayuqueños.
Total que el asunto tomó rumbo hacia Oluta, donde igualmente se veía un gran festejo popular en las inmediaciones del panteón.
De entrada nos platica el profesor Enrique que aquí las tumbas tienen un culto popoluca; que las tumbas están orientadas al revés, viendo hacia donde nace el sol, y de espaldas a la entrada principal del camposanto. Los caminos son angostos, e igualmente hay poca iluminación. Lo que magnifica el lugar es el cielo reteestrellado que se ve si se llega al final del panteón: no hay que caminar mucho, pues es realmente pequeño y sobra espacio en la parte de atrás.
Las criptas al revés en Oluta
Panteón de Oluta
Pero voltea uno viendo desde una parte alta, y el cementerio parece también un cielo con luces amarillas, o quizás un campo lleno de luciérnagas, bañadas por la mediocre luz blanca de un poste sin chiste.
Las memelas, que son lo tradicional aquí, están abiertas toda la noche. Por la misma calle se ve una pandilla vampiros y catrinas pidiendo “jalowin”. También había que abastecerse de gasolina… para el alma.
- No seas cabrón, bájate por otro six.
LA CANTINA DE SOCONUSCO DE DON FITO
Oluta nos deja una nueva impresión. Estamos reiterando que pocos lugares pueden ser tan mágicos en sus noches de muertos, y especialmente en el sur –tomando en consideración el territorio desde Acayucan hasta Las Choapas– no se ve la fiesta en grande como en esta región.
La velación en estos lugares es especial. Tienen un toque ancestral, y es hoy cuando se entiende que el cariño por los difuntos nunca muere, hasta que nos unimos a ellos.
Estas primeras horas de domingo son especialmente seductoras, unas penumbras casi necrófilas: todo en honor de los muertos. Uno que otro despistado vestido de cholo, con su peinado estrafalario, como un ente más de las tinieblas. No faltan los botudos, con su sombrero de vaquero, camisa de ídem. Todos con pantalones de mezclilla. ¡Qué contracultura ni que mis eggs!
Entrada panteón de Soconusco
Ahora el rumbo nos lleva a Soconusco, donde nos dice que la tranquilidad reina más en el lugar. Es un largo tramo por unas calles casi desérticas. Si acaso en toda la estancia, vi un vehículo o dos circular por la calle, ya era mucho.
Nos estacionamos frente a lo que parecía una casa sencilla de concreto, con un señor calvo, moreno, de edad avanzada, sentado en el frente.
- ¡Quiovo, Fito!- le grita el maestro Enrique- ¡Quiovo!- le contestó Fito.- ¡Buenas noches!- le dijimos a Don Fito.- ¡Buenas, buenas!- nos contestó Don Fito.
Subimos por un callejón donde al final de escuchaba el bullicio. Tanto líquido diurético y la penumbra de los árboles me obligaron, casi violentamente, bajo amenazas de daños a mi físico, a arrinconarme… “Chhhhiiiiiiiiiissssssssssssss”.
Y de la nada salieron un par de polis que ya venían sobres (entiéndase, dispuestos) a cortarme la inspiración. Afortunadamente las amenazas previas contra mi persona dieron resultado y terminé la labor antes de lo esperado. Me pegué con la bola de gente, y sólo alcance a oír: “Los sanitarios están a la entrada del panteón”.
- Sí, jefe- mi cínica respuesta.
Entramos y las tumbas son todo un espectáculo. Hay más orden, más espacio para caminar. Casi todas las tumbas están recién pintadas, todas uniformemente de un solo color. Tienen casi la misma estructura, y hoy especialmente tienen veladoras en sus nichos, lo que hace ver al panteón iluminado por las velas, como un enorme candelabro.

Tumbas de Soconusco
Es tanto así, que el olor en el ambiente es de las mechas quemadas, porque hasta las tumbas más humildes, las que sólo están cubiertas de tierra, tienen sus dos veladoras enterradas para honrar al muertito.
En Soconusco nos encontramos a “Los Vasconcelos”, un trío de camisas rojas (¡fieles!) que cantaba a una gran cripta familiar. Son los únicos músicos que hemos visto en los camposantos que hemos visitado durante la noche.
Ahí el maestro Enrique se nos perdió momentáneamente: fue por unas velas y veladoras para colocarlas en las tumbas de sus familiares: “Aquí está la tía que me crió, y allá está la abuela, con sus dos hermanos”. Pone con mucho cariño y respeto la luz de las llamas, reza en silencio. Preferimos abrirnos para respetar su momento.
Los Vasconcelos
Soconusco bien podría ser el Naolinco del sur, si nomás le pusieran tantita imaginación a lo que puede ser el turismo histórico y tradicional. De hecho este recorrido que llevamos con el antropólogo Rubén Leyton, el maestro Enrique, el periodista José Luis Ortega Vidal, y su concuño Adrián, podría ser tomado como muestra de un recorrido pueblerino.
El maestro Enrique nos deja en la entrada del panteón. Se despide y nos indica que se regresa a las tumbas de sus parientes, porque seguirá velándolos.
Cártel que parece manta
Caminamos y vemos un cartel particular que nos recuerda la ortografía de las mantas que luego aparecen por todo el estado y que luego niegan: “Pizzas Haawallana”. Parte de la muestra gastronómica para esta noche de muertos.
Casi abordamos el vehículo para irnos a cenar. Son ya cerca de la una de la mañana, cuando vemos a Don Fito todavía sentado en eso que aparentemente era una casa, pero que resultó ser una cantina. Como no queríamos broncas con los polis de nuevo, pues que mejor que pedir el baño prestado y ya de paso echarse las camineras.

Cantina de Soconusco
Viera usted qué clase de lugar: no le pide nada a los bares esnobs, ni a los de conceptos elitistas; aquí es la mera mata del trago aguardientoso en pueblo… ¡Que video bares ni que antros! ¡Mis polainas! ¡Don Fito, que sean tres chelas!
Ya entrados en el refresco de cebada, allá al fondo está un guitarrista tocando corridos. “Maaaaeeeeeestro, véngase pa’ acá”.
Los periodistas callaron. Fueron puras de José Alfredo, a cinco varos la rola.

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