30 de enero de 2013

Compadre Doroteo


ESTE CUENTO fue publicado en la primera edición de la revista ENTRE MARES

I

Me voy vieja, cuida mucho a mis hijas. Pronto vendré por ustedes: decía Secundino a Consuelo, quien se quedaba en Tampico porque su marido --que la fue a sacar de Texas-- iba a una tierra extraña por explorar allá en el rincón más sureño de Veracruz.

Tampico y Ciudad Madero tienen qué ver mucho con Minatitlán, como Oaxaca. Fue a inicios de los sesentas cuando cerca de 360 tamaulipecos, algunos padres de familia, viajaron para trabajar en la refinería Lázaro Cárdenas del Río. Eran obreros de la Sección 21 de Árbol Grande que había desaparecido y fue absorbida por la legendaria Sección 1, la misma que vio parir a un monstruo arcaico llamado La Quina.

Los tamaulipecos que llegaron a Minatitlán fueron recontratados por la Sección 10. Venían sabiendo que estarían varios años, los necesarios para jubilarse, en una tierra extraña, con un calor de la chingada, una cultura, costumbres y tradiciones muy diferentes a las del norte.

Minatitlán es como una ciudad antigua con aroma a Fenicia, de esas donde convergen tribus, naciones y reinados de todos los sabores, colores e influencias. Aquí han llegado chinos, franceses, alemanes, ingleses, gringos, árabes, turcos, y chingo de oaxaqueños que convirtieron a esta tierra en algo así como la capital de la patria istmeña fuera de la tierra de Benito Juárez.

En un principio riñeron: los oaxaqueños no estuvieron de acuerdo con que los güeros llegaran a Minatitlán a ordenar. El recelo era porque a los norteños les daban altos cargos en la refinería como jefes y supervisores, puestos a los que no podían acceder los istmeños porque algunos no sabían ni leer ni escribir.

II

Doroteo Peregrino llegó a principios de los 60 a Minatitlán. Moreno, bullanguero, listo pa’ la rumba. Oriundo de la meritita Huaca del puerto de Veracruz. No se sabe cómo fue a dar a Tampico, pero es claro que el movimiento de las familias petroleras se debe a las plazas que se creaban en la industria; algunas existen desde la expropiación del Tata Lázaro; son fuentes de trabajo bien pagadas y patrimonio familiar hereditario.

Doroteo llegó con unos centavos que le había dado la paraestatal para trasladarse desde la tierra de la jaiba a la nueva del chanchamito y la sandunga. Con su esposa, Elena Garduño, se instaló en una casa en la calle 26 de abril justo al lado de la refinería, pero tiempo después cambiaría su residencia.

III

La calle Sor Juana Inés de la Cruz, en la colonia Obrera, fue por esos años la zona donde se instalaron la mayoría de los Tamaulipecos. En algunas casonas se alojaron los solteros que dormían en literas o catres para compartir la renta. Los que trajeron a su familia se quedaron en casas viejas en los alrededores de un barranco lleno de árboles frutales.

Doroteo se instaló al lado de la casa de una familia bien tampiqueña, los Díaz, cuyo patriarca Secundino se convertiría en el mejor de sus amigos. Era curioso, ambos provenían del mismo centro de trabajo en Tamaulipas, pero no se conocían; en la refinería lograron sellar su amistad eterna con un compadrazgo: el jarocho fue padrino de Primera Comunión de las tres hijas de Secundino con Consuelo.

Los de Tamaulipas, nongratos en la ciudad, hacían fiestas y convivencias con carnes asadas al puro estilo norteño. Para los oaxaqueños eran alzados que se creían mucho por ser blancos y además, jefes. No los bajaban de pedantes y, si podían, les ponían apodos, algo que todavía se acostumbra como parte de la picardía petrolera en Minatitlán.

En esas fiestas, Doroteo y Elena fueron ampliamente conocidos por ponerle sazón a la rumba; bailadores por naturaleza, la calentura del piso no disuadía mostrar que el puerto tiene hoja de vida en zapateados y uno que otro danzón. Doroteo y Elena eras las ánimas de las fiestas.

Pasaron los años, los suficientes para jubilarse, y hastiados del bochorno y de que Minatitlán fuera una ciudad de pocos servicios, los tamaulipecos regresaron casi inmediatamente al norte. Unos cuantos decidieron quedarse; ya eran casados y casi tecos por adopción, aunque fueron muy pocos.

Era ese Minatitlán donde no existían supermercados como ahora. La Flor de China y la Casa Simg, ambos atendidos por chinos verdaderos --tumbas familiares todavía se aprecian en el antiguo Panteón Santa Clara-- cuyo lujo que más presumían era que ambas tiendas te llevaban el mandado a casa.

Algunos, como Doroteo, tuvieron el sueño que al jubilarse se retirarían al puerto de Veracruz, entonces playa romántica y amorosa hecha poesía por un tal Agustín Lara. Ir al puerto era sinónimo de caminar por los portales, tomar un café lechero, llevar una vida soñada por un jubilado, lejos del Acapulco A-Go-Go tierra de perdición hasta para Henry Kissinger y la Taylor.

Doroteo, a su jubilación en 1980, partió a su natal Veracruz con su viejita. A La Huaca que lo vio nacer. Vivir en el retiro como los gringos lo hacen en Miami. Su compadre Secundino lo iría a alcanzar.

IV

Veracruz es una pequeña Habana. Hay gente que ve los edificios antiguos como la parte vieja de la capital cubana, y su carácter desmadroso, como el cubano insistente que no te deja caminar en paz y te chorea.

La Huaca es el barrio. Es donde se ven las casas antiguas de madera con sus patios colectivos. Doroteo, al igual que sus hermanos y su famosa hermana Toña, nacieron ahí.

V

En esos andares, a Secundino se le ocurrió, como al mediodía, justo después de la comida, que era tiempo de ir a “Ver a Cruz”.

Pasados los bisteces de pollo empanizados, el horneado de paisana recalentado y el agua de limón sin azúcar, esa calurosa tarde en Minatitlán parecía haber alucinado al viejo tamaulipeco.

--¿A ver a Cruz? 'Tas loco, Secundino, ya es tarde-- le dijo su eterna Consuelo.
--Vámonos, prepara la maleta de los niños.

Los nietos, parejita de la hija menor de Secu y Consuelo, simplemente no entendían los planes del jubilado petrolero, ni quién demonios era Cruz, ni porque era tan importante ir a verlo después de atragantarse con sendo menú . Con panza llena, lo que uno menos esperaba era viajar en esos ADO cuyos asientos eran duros como nalgas de elefantes.

Y es que recorrer el sureste en ese entonces era hacerlo cuando no existía autopista. Viajar por la carretera libre era pasar los Tuxtlas, Lerdo, Alvarado; no había oportunidad de decirle al viejo que preferían viajar otro día, porque así es esto del abarrote y ser nieto es también ser alcahuete de las ocurrencias viajeras de los abuelitos.

Llegados a la terminal, el hospedaje fue en el Hotel Royalty, ahí frente al malecón, en esquina con la calle Abasolo. Las habitaciones estaban más llenas de estudiantes jariosos que de huéspedes acomedidos en esas artes de no fastidiar a los compañeros de piso.

Lo siguiente fue desayunar. Caminar por el malecón. Cuando de repente, se metió un norte de esos que pegan en Veracruz y obligan a los paseantes a tragar arena, y de paso, empanizarse con los ventarrones cargados de tierra.

Los pequeños se acuerdan porque ese día les fue prometido que serían llevados a la playa. Lo que no dijeron los abuelos fue que las aguas frente al hotel apestaban a caca y que, además, ellos no sabían nadar como para andar lidiando con chamacos en las orillas excrementicias del Golfo de México.

Plan con maña, los fuertes vientos calculados por el viejo fueron pretexto para no ir a meter las patas a las aguas saladas.

Ir a la playa, para los nietos, fue verla de lejitos, así, atrás del muro del malecón. Quizás por eso el niño berrinchudo se dedicó a tragar puro pollo el resto de la semana. De mariscos no quería saber nada, hasta que lo llevaran a bañarse entre las olas. Su hermana, la más pequeña de la casa, ni decía que sí, tampoco que no, pero estaba de acuerdo y además ni le interesaba si su hermano se la pasaba pidiendo pura carne blanca, en protesta porque no se bañó en el mar ni recogieron conchitas.

Ir a Veracruz en ese entonces era muy distinto a lo de ahora, prácticamente estaba dividido el puerto y Boca del Río, que sólo era un arenal extenso con un centro comercial casi en medio de la nada.

VI

Cuenta la abuela que su comadre Elena como que la veía feo a veces y era muy poco platicadora. Le servía el café muy seria, pero los compadres Secundino y Doroteo estaban como si nada, platicaban y platicaban como hacía mucho no lo hacían. El humo del cigarro se adentraba en las viejas paredes de la casona de La Huaca. Afuera, los nietos jugaban con una pelota de hule que rebotando en la pared se convertía en un muy rudimentario béisbol.

Secu sabía que su amistad con Doroteo bien merecía la muina de sus respectivas mujeres. Conservadoras, las damas sabían que éstos eran un par de cabrones. Que entre pláticas se filtraban frases que delataban sus complicidades, sus secretos. Que se divertían al ver el silencio impotente de sus queridas esposas, complacidas en que al menos los años de juventud ya habían fenecido hace varios lustros, y que no era lo mismo el Secu fortachón y catrín o el Doroteo de andar jacarandoso como Compay Segundo, que un par de ancianos que remembraban hazañas como nostálgicos pubertos.

VII

Pasó el tiempo y Doroteo tuvo cabellos más blancos que de costumbre. La piel del negro es rara que tenga arrugas, pero el paso del tiempo es impecable. No perdona.

Secundino siempre hablaba de su compadre evitando los detalles de cuando eran compinches de travesuras machistas. En su mano derecha, llevaba un anillo con piedra roja, que se fue haciendo grande al compás de los años que enflaquecieron los dedos del viejo tamaulipeco.

Entonces ya jubilado, Consuelo le decía que se fueran a vivir a Veracruz, pero Secu le respondía que ya para qué, si tenían un par de nietos que criar y soportar todas sus rebeldías… “¡Vete a la chingada!”, le decía dulcemente.

Ese anillo, con su rubí sangre de pichón, todas las mañanas salía de esa cajita negra llena de curiosidades, tornillos callejeros, pedazos de plástico que servirían para algo y cuchufletas varias, que en algún momento armarían algo en la imaginación de Secundino.

Doroteo alguna vez lo recibió de su hermana Toña, también negrita como su carnal. Ella andaba viajando, cantando por el mundo, y con mucho amor le regaló una piedra para que la recordara, aunque fuese imposible olvidarla por siempre.

Pero Doroteo sabía que el cuerpo se acaba y en algún momento su compadre Secundino no iba a llegar para tomarse el café con él. Le regaló el rubí, aún sabiendo que para su compadre eso de ponerse joyas era para maricones y oaxaqueños.

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