Ese día comí el pozole más insípido de mi vida, con las cacalas más culeras. Minutos antes Don César me confesaba, con el corazón en la mano, que padecía de cáncer de páncreas; tenía unos tumores inoperables, intratables ahí en su barriga; escondidos, fuertemente afianzados como políticos al presupuesto.
Me explicó que estaba a punto de iniciar un tratamiento para tratar de alargarle la vida; que en días posteriores sería intervenido quirúrgicamente para hacerle una diálisis y poder drenar tóxicos de su cuerpo. Me daba instrucciones sobre lo que debía hacerse pero, sobre todo, me hizo énfasis en dos cosas: “Te encargo EnlaceVeracruz212 mientras me recupero y no le digas de esto a nadie”.
Ese día me aguanté las ganas de soltar el llanto pero me lagrimearon los ojos cuando, con su acostumbrada plática pausada, Don César me exponía que no tenía remedio su enfermedad. Que lo único bueno es que ya sabía que se iba a morir. Que iba a hacer sus memorias y quería ayuda para redactarlas; que escribiría una columna para ese funesto día que nunca esperamos llegara tan pronto y me comentó que le apetecía llenarla con agradecimientos, muchos agradecimientos.
Como diría su amigo Alfredo Ferrari: “Nunca hay que dejar de agradecer siempre”.
Cuando terminamos de platicar llegó Cesarín, su hijo varón mayor, a platicar con él sobre lo mismo. Desconocía la gravedad de la enfermedad de su padre, pero ya al rato sabía que al “Don” le restaban días que se contaban como pocos. A Don César alcancé a abrazarlo y a decirle que lo quería mucho, que no quería que le pasara nada, y Don César, con una entereza admirable en los hombres forjados en fuego, sólo se limitó a decirme “Que te vaya bien”.
Llegue a la casa a chillar a rienda suelta. Me instalé en el sofá a desahogar la pena como si la ausencia del Lic hubiese sido inmediata. Me dijo muy claro: “Nadie debe saberlo. Ninguno de los amigos, ni quiero que lo andes tuiteando”, porque sabía de mi adicción a las redes sociales y a las tantas broncas que lo andaba metiendo por andar de tuiteador.
Por eso sólo se me ocurrió el “Nothing important happened today” (nada importante ocurrió hoy), lo mismo que escribió el Rey de Inglaterra, Jorge III, en su diario el 4 de julio de 1776, sin saber que en ese momento estaba perdiendo su reinado en los Estados Unidos, al otro lado del Atlántico. Es considerada por algunos como una de las ironías más grandes de la historia. Un sarcasmo estampado para recordar.
Lo escribí porque la noticia se me hacía una negra ironía, porque quería que así fuera: sólo una maldita broma del destino de mal gusto, porque el “Lic” me dijo hace muchos años que iba a llegar a viejito y se iría a un asilo a descansar para no darle lata a su familia. Que esperaría a su último día en paz, ya muy cansado, para ser posteriormente cremado y que sus cenizas sirvieran para un árbol.
Por eso nada importante pasó el 18 de noviembre de 2013, a las 15:09 horas, cuando publiqué esa frase en Twitter: no lo creía, no lo pensaba, aunque me puede, me quiebra, me revienta por dentro. Escribí eso porque era mi manera de recordarme una cuenta regresiva adelantada, que generó tristeza e impotencia al paso de los días.
HOSPITAL LIBRE DE TABACO
Al paso de una semana, fue internado en el Centro de Especialidades Médicas donde sería intervenido. Horas después su esposa Magda, su leal compañera, su confidente amiga, el amor de su vida, me hablaba sollozando para decirme que los médicos le habían recortado la vida: “Sólo le quedan unos días, quizás semanas”.
Los galenos le explicaron que no iban a operarlo porque sencillamente ya no había nada qué hacer. El cáncer ya había invadido su cuerpo.
Cuando lo dieron de alta, lo primero que pidió fue su inseparable cigarro. Ya estaba hasta la madre de que no se podía fumar en el hospital… “¡Dame un cigarro PERO YA!”.
Feliz como enano, dio su primera bocanada de humo en varios días que se le hicieron tortura eterna.
LA PRODIGIOSA MEMORIA
Todos los que conocieron a César Augusto Vázquez Chagoya coincidieron en una cosa: tenía una memoria increíble. Podía citar fechas con exactitud y acordarse qué estaba haciendo en ese momento, cómo vestía, que había enfrente de él, cómo estaba el clima, a qué olía, qué horas eran, si había pasado una vieja buena enfrente o no.
Don César atribuía todo lo anterior a la formación con maestros como Demetrio Ruiz Malerva (ahorita a las grandes pláticas con él allá en el cielo), de quien fue su secretario particular. El tuxpeño le enseñó a clasificar la información, a archivarla, a analizarla y a exprimir hasta la última letra. Vázquez Chagoya era, literalmente, una enciclopedia con patas.
De hecho, el asesinato de Demetrio fue una de las fechas que lo marcaron de por vida: todos los años escribía sobre su antiguo jefe y de la manera en que sus asesinos fueron liberados.
Pero el cáncer de páncreas ya comenzaba a causarle problemas a esa gran cabeza llena de canas. La prodigiosa memoria comenzaba a extinguirse, a perderse en el limbo de un torrente sanguíneo venenoso.
DÍAS FINALES Y TRISTES
Antes de perder la conciencia, a pocos días de salir del hospital, sus mejores amigos fueron a verlo. Platicó en privado muchas cosas con ellos, recordó sus años mozos, soltaba las carcajadas que a nosotros nos contagiaba en sonrisa por escucharlo tan contento.
Alberto Morales García, su querido Betogato, es quien más lo hacía reír. Y así fue la última vez que se vieron juntos por varias horas, poco antes de que César partiera de este mundo.
Recibió a las visitas en la austeridad de su despacho olor a cenicero, con la sencillez de su vestimenta, su humildad tan generosa y tan magnánima. Sentado en su sillón favorito, en ese escritorio que lo va a extrañar más que nadie.
Conforme pasaron los días, Don César se apagaba lentamente como su característico cigarrillo. En sus últimas horas parecía que hubiese una leve recuperación: pedía que lo comunicaran con tal o cual persona, me habló un par de veces para que lo fuera a ver a su casa, como la última vez que platicamos el viernes 10 de enero durante buen rato por la noche y casi llegando a los primeros segundos del sábado.
Y ustedes pensarían que a lo mejor hablábamos de planes maquiavélicos para dominar el mundo, que estaríamos concatenando acciones para tomar control de Veracruz, que estaríamos diseñando acciones para hacernos de Xalapa… Pero no: eran un par de minatitlecos, istmeños, hablando del pueblo, de nuestras familias que se quieren mucho mutuamente, de cuando era niño y jugaba a las canicas con mis tíos, de las aventuras que tenía con sus amigos en la juventud, de las pedas que disfrutaba cuando era líder juvenil, de su padre Don Palemón que admiraba mucho; hablaba de Veracruz como pocos pueden hacerlo, porque verdaderamente lo conocía. Fue de los pocos hombres que conoció todos los rincones, las veredas, la jarochos malos y los jarochos buenos.
Pero sobre todo hablaba de su familia a la que amó mucho; de lo orgulloso que estaba de sus hermanos, de lo mucho que amaba a su mamá y a su papá. De la preocupación que quedaba por sus hijos. César, hasta el último día en que pudo caminar, estuvo consciente de que había qué llevar dinero a la casa e incluso se arriesgó a salir a la calle para buscar el sustento, como sucedió ese viernes por la mañana.
LA DESPEDIDA DE TODO UN PUEBLO
El domingo por la mañana fue un día normal de trabajo. Por la mañana hablaba con Magda para contarle algunas cosas relacionadas sobre la página y para --obvio-- preguntarle cómo estaba Don César: “Está bien, está durmiendo”.
Cerca de las 8 de la noche, Gaspar, su concuño, me hablaba al Nextel para decirme que habían llamado al doctor porque el “Lic” se había puesto muy mal; que su corazón estaba latiendo muy débil; que fuera a la casa a verlo.
César Augusto Vázquez Chagoya partía de este mundo a las 21:53 horas de este fatídico domingo 12 de enero. Tenía 59 años de edad.
Las campanas de la iglesia de la comunidad Las Puentes, municipio de Coatepec donde vivía, repicaron por largo rato como cuando Miguel Hidalgo anunciaba a gritos su deseo cuasierótico de ir a coger gachupines. Era el aviso para que todos se reunieran en casa de “Licenciado Chagoya”. Buena parte del pueblo se reunió alrededor de su domicilio a rezar.
Por la mañana, cargamos su cuerpo a la misa en la iglesia, ahí junto al santuario de San Rafael Guízar y Valencia que fundó, con su estatua sobre un pedestal gigante; fue el personaje histórico al que logró estudiar a fondo en los últimos años y llegó a admirar “por su gran corazón que no le cabía en el pecho”.
Al lado de la iglesia existe una escuela primaria, de donde salieron los niños con sus maestros para irse a despedir de Don César y agradecerle la gestión de obras de mejora para su institución.
Ahí afuera bromeábamos sobre un chiste que Don César decía: que agarraran sus tenis viejos (unos que le duraron años) y los colgaran con el letrero “Ya colgó los tenis”. De ahí fue llevado a la funeraria en Xalapa, escoltado por decenas de habitantes de Las Puentes que iban a paso lento tras la carroza. Lo despidieron entre lágrimas en la entrada del pueblo.
Más amigos, como los cientos que tenía “El Lic”, se reunieron en Bosques del Recuerdo. Varias coronas de flores inundaron la sala velatoria, hasta la de Erick Lagos que llegó al final, minutos antes de que su cuerpo partiera a su natal Minatitlán, y que se cayó al suelo estrepitosamente cuando estábamos a punto de irnos… ¡Ah chinga! ¿Mensaje del más allá?
Algunos me preguntaban el porqué no les había dicho nada de la enfermedad de César: ustedes disculpen, estaba obedeciendo instrucciones de mi patrón.
No crean que me hago el inquebrantable: me duele, lo siento, lo extraño, era quien me llamaba a cada rato para consultar algo, instruir algo, contar un chisme. Ya no tengo a quien corregirle su columna cada tercer día y todo eso me pesa.
Fue el compañero de guardia con quien mejor he trabajado en esto que llaman periodismo. Uno de los honores más grandes que he tenido en mi vida.
¡Gracias por todo, maestro!
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